Uno de los temas de los que no pensaba hablar es este de la pureza. ¡ Me parecía tan evidente distinguir el bien del mal! Pero teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, creo que hablar de ello es más que necesario.
Una virtud sólo puede ser vivida sin especiales esfuerzos cuando ha sido ya socialmente asimilada, al menos como ideal. Por el contrario, mientras predominen unas estructuras de pecado -unas formas mentales o conductuales- fuertemente adversas, esa virtud no podrá ser afirmada sino a costa de grandes marginaciones y sufrimientos, incluso con peligro de la vida
Nada tiene, por tanto, de extraño que en los primeros siglos de la Iglesia la afirmación del pudor y de la castidad sea una de las causas más frecuentes de martirio, junto con la cuestión del culto al emperador (Paul Allard 185-191).
Hoy nos sigue sorprendiendo y admirando que los primeros cristianos -concretamente aquellos que procedían de culturas casi ajenas al pudor y la castidad, y que habían crecido en la impudicia-, asimilaran tan precoz y tan profundamente estas virtudes cristianas, hasta el punto de que estuvieran dispuestos a perder la vida por afirmarlas. Es un enigma histórico. O mejor, es un milagro formidable del Espíritu Santo.
Recordemos un solo ejemplo de este pudor sorprendente, afirmado ya en el año 203. Las santas mártires Perpetua y Felicidad fueron expuestas en el anfiteatro de Cartago a la furia de una vaca muy brava. «La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua [de 22 años, madre reciente], y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor» (Actas 20).
Gestos como éste dejaban asombrados a los paganos. En la literatura de los Padres quedan huellas frecuentes de este asombro que en los paganos causaba el pudor de las mujeres cristianas, y la admiración que en muchos casos suscitaba la belleza de la castidad. No parece excesivo afirmar que el testimonio cristiano de la castidad y del pudor fue una de las causas más eficaces de la evangelización del mundo grecoromano, que en gran medida ignoraba esas virtudes.
Recogido del libro Elogio del pudor del Padre Iraburu
¡Qué bonito!
Así son los poderosos ejércitos de Cristo; “pobrecita gente” e insignificantes para “el mundo”.
Me gustaMe gusta